jueves, 25 de noviembre de 2010

Muerte en Barcelona

A todo el mundo le pasa desapercibida pero en uno de los asientos traseros del autobús de línea, sentada, con su pequeño bolso encima de las rodillas, está Dolores, mirando las cosas por la ventanilla pasar. La noche vence al día y el paisaje se llena de puntitos de luz. Cada luz es un hogar, con una familia, con unas personas que sufren o ríen o lloran... Pero vistas desde lejos, sólo son unas bonitas lucecitas ajenas a la vida que contienen. Dolores piensa que es así como Dios debe contemplar su creación y que por eso, a veces, no es consciente de todo el sufrimiento que hay en el mundo. ¡Desde lejos se ve todo tan distinto!
Dolores tiene el corazón en un puño, lo tiene desde que empezó a planearlo todo con Jacinta. El viaje, la pensión, el dinero… Pero Jacinta no ha venido. En el último momento, la muy boba, se acobardó: “Ya no somos unas niñas” le dijó enrocada. ¡Pues menudo descubrimiento!

Los árboles, la carretera, las casas se convierten poco a poco en un paisaje urbano, gris, lleno de semáforos, señales y edificios. El autobús ha llegado a Barcelona; Dolores espera a que todo el mundo baje y le pide, al conductor, que le ayude a descender por los gigantescos peldaños del autobús; el conductor extrañado le pregunta: ¿Nadie le acompaña? ¿Nadie le espera?

La gente es buena, piensa Dolores. Siempre lo ha pensado, aunque algunas veces haya estado a punto de dudarlo. Desde la ventanilla del taxi, la ciudad se le antoja enorme, gigantesca, construida en vertical como las catedrales. Es un pensamiento de vieja y pueblerina, pero las cosas han cambiado una barbaridad... El taxista la acompaña hasta la puerta de la humilde pensión, cuya dirección, Dolores tiene apuntada en un pequeño papel. La estancia es pequeña pero limpia, aunque huele a rancio como si se tratara de un armario cerrado. Dolores se sienta en el borde de la cama y acaricia la colcha. La ropa planchada siempre le ha gustado, le transmite tranquilidad, sosiego… La última vez que vino a Barcelona fue con Marcelino su marido que en paz descanse. Marcelino. El bello Marcelo. Treinta años de matrimonio y ahora, es sólo una foto en un recordatorio. Una cara congelada como un actor de cine, sonriente y muerto. Si él estuviera aquí las cosas serían distintas; distintas pero no mejores.

El sonido de una ambulancia despierta sus pensamientos: Está rota y tiene que comer algo. Saca de su pequeño bolso un yogurt y un “sandwich” de jamón York, envuelto en papel de plata. En el supermercado le han dicho que ese tipo de yogurt no necesita nevera. Es innegable. Las cosas han cambiado. ¡La verdad es que está rico! Tira el vaso de plástico y el papel de plata en la papelera del baño y limpia las migas de encima de la cama. Los riñones la están matando. Se quita el vestido y se aplica unas friegas de Trombocid; no sirve para nada pero su olor a farmacia antigua le hace compañía. Dolores trae consigo un pequeño despertador , no fuera a dormirse en un día tan importante. Se mete en la cama casi vestida, (se ha acostumbrado a esquivar así su desnudez) y busca una postura en la que el cuerpo no se queje del todo y cierra los ojos...

Marcelo
no había sido su único y primer amor. Se enamoró de verdad, por primera vez, en la escuela, cuando abrió su nuevo libro de religión. Allí vio una ilustración que nunca podría olvidar. La de un hombre distinto que no pertenecía a su época pero que le resultaba familiar y accesible. Bello, alto, lleno de gracia y bondad, Jesús le pareció tan atractivo que se quedó prendada para siempre. Por la noches, avergonzada, repasaba las ilustraciones de aquel libro con el corazón hinchado de amor, jurándose, convencida que a partir de ese momento sólo viviría para él y por él.

...Dolores, coge su rosario del bolso y lo acaricia. Hoy lo necesita más que nunca. Sus cuentas, echas a mano, con flores de rosas, nunca pierden su olor. Empieza a rezar, y en el primer misterio, en la quinta avemaría se queda dormida…

Dolores se despierta temprano, un poco antes de que su despertador suene. Ha soñado con la casa de los abuelos, con su madre y con sus primos. Ha sido como pasear por un álbum de fotos convertido en un pesebre viviente. Un regalo de nuestro señor, una señal de que está haciendo lo correcto. Sin mirarse, se viste, se peina, se perfuma con Lavanda y sale a la calle.
Hay gente por todos lados. La mayoría, arreglados, con sus hijos, sus familias. Algunos llevan banderas de España, del espicopado, de Catalunya. Dolores, tiene ganas de llorar pero se las traga y sigue caminando ,despacito, hasta dónde la multitud se agolpa. Un centenar de policías le vigilan detrás de las vallas. Le parece exagerado. ¿Quién querría hacerle daño a alguien tan bueno? ¿A alguien que representa la bondad y la fe?
La calle está lista para que pase la comitiva con el papa móvil y ella: Dolores Camposanto, está lista para encontrarse con el papa Benedicto XIV. ¡Qué tonta ha sido Jacinta! ¡Se lo va a perder! Las cosas de repente, dejan de tener peso, las piernas, los riñones dejan de doler, la vejez ha desaparecido, y se siente joven y bella. El rumor de la gente anticipa la llegada del pontífice. Pasan aullando una docena de coches de policía y entre las sirenas , Dolores, recuerda como conoció a su marido y como se enamoró de él a primera vista; de su sonrisa, de sus galanterías... del helado de “tutti fruti” que comieron mientras él insistía en volverla a ver a menos que el suelo no aguantará sus pasos. Recuerda su primer beso, que le supo a caramelo de café. Recuerda sus sueños de novicia luchando contra su nuevo amor. Ilusa, joven e ingenua cayendo en lo que aún considera pecado. Y la boda y los remordimientos y como aquel hombre se convirtió en seco y distante. Pero también recuerda a su hija, a su preciosa hija... La primera vez que la vio parecía un angelito de aquellos de los cuadros de la iglesia. A lo lejos un coche blanco con una vitrina se acerca a toda velocidad. Ahora, su hija vive en el extranjero y la llama de vez en cuando. Ahora, su marido está muerto y enterrado. Dolores se coge con tanta fuerza como puede a su escapulario de rosas y el coche blindado, con el Papa Benedicto XIV en su interior, pasa frente suyo, como un soplo de viento, a toda velocidad. Y se esfuma de izquierda a derecha dentro de su cúpula móvil. A duras penas puede reconocer su cara y su gesto y se apodera de ella una profunda y callada decepción. ¡Ni tan siquiera le ha podido buscar la mirada…! La gente aplaude y vocifera pero Dolores da media vuelta y se aleja del camino. En su imaginación el papa le da la mano y ella le ofrece su escapulario de rosas y él le perdona sus pecados. Pero aquello no es real…¿Por qué todo ha sido tan rápido y veloz?

Los riñones vuelven a torturarla y se siente mareada, perdida, entre las miles de personas que ahora le parecen aterradoras, amenazantes. Deshace el camino de vuelta al hotel y llega mecánicamente hasta su habitación. Le han hecho la cama. Agotada, se sienta en el borde y aprieta con fuerza la ropa planchada. El dolor es insoportable. La soledad la envuelve por completo; se acuesta en la cama y llora. Llora como hacía siglos que no lloraba. Llora por la indiferencia del Papa, por los viejos tiempos, por su niñez, por los que ya no están pero sobretodo, por fin, llora por ella...

El aire fresco que entra por la ventana le devuelve la razón. Se seca las lágrimas con un pañuelo de seda. Se ha sacado un peso enorme de encima. La espalda la apuñala por detrás pero ya no le duele como antes. El dolor ha quedado en un segundo plano. De pronto piensa que por fin le ha ganado. Ha vencido a su propio nombre. Luego siente un profundo desprecio por todas las cosas de este mundo, menos por su amor verdadero, del que se enamoró cuando era una niña leyendo un libro en clase de catequesis. Ella le abandonó, le dio la espalda, pero ahora él está a su lado, sentado en el borde de la cama,le mira con bondad, le acaricia el pelo, la acompaña con dulces susurros que sólo ella comprende.... Las cosas de lejos son distintas, pero él la mira ahora de tan cerca… Y entonces, Dolores, toma una profunda decisión: Ya no saldrá nunca más de aquella habitación, se quedará allí, echada en la cama, como una niña, en la compañía de Jesús, para siempre.

lunes, 8 de noviembre de 2010

1001


Curiosamente, mientras escribo esto, Joy Division suenan en mi habitación.

A mi lado, alguien se ha dejado un libro de proporciones no humanas. Un tocho llamado "Los 1001 discos que tienes que escuchar antes de morir". El libro está escrito por dos valientes pedantes: un tipo llamado Robert Dimery con la colaboración de un tal Michael Lydon. Por supuesto, según la portada, críticos de profesión, sibaritas y auténticos expertos musicales. El empuje del título me parece un acierto. A parte de atreverse a tutear a todo el mundo, son capaces de apostar con la muerte que su criterio es infalible. Es una pena que ambos autores sean unos farsantes. Ni Robert ni Michael han escuchado todos los discos sobre los que hablan y aconsejan sin piedad. Porque, evidentemente, si Robert y Michael hubieran escuchado todos los discos que hay que escuchar antes de morir, los 1001, con todas sus canciones, ahora ellos estarían muertos y enterrados. Lógico. Un vistazo rápido a la Wikipedia les desenmascara para siempre.

Lo sé. Hay más libros: "Los 1001 cuadros que tienes que ver antes de morir". "Las 1001 películas que tienes que ver antes de morir". Y mi preferido : "Los 1001 viajes que tienes que hacer antes de morir". Libros mortuorios, embrujados y fúnebres.
Imaginemos que quiero hacerles caso a todos para así poder morir tranquilo. Tengo que organizarme. Tengo que viajar, diariamente, por una ruta estudiada a la perfección, que tenga en cuenta los museos dónde hay que ver los cuadros que una persona viva no puede permitirse no ver. Por la noche, en los hoteles, o mientras viajo, leo los libros recomendados y miro las películas en un portátil y por si fuera poco, no me separo nunca de mi i-pod con toda la música indispensable. En 2-3 años calculo que habré leído, escuchado y visto todo lo que hay que ver, escuchar y leer según los "gurús del 1001" y por lo tanto, podré morir tranquilo pleno de cultura y lleno de gozo por haber aprovechado mi vida con todo su esplendor y grandeza. Así de fácil.

Sinceramente, yo creo que habría que destilar un poco más las listas de cosas que hay que hacer antes de morir. 1001 son muchísimas. Habría que esforzarse a escribir obras mucho más arriesgadas, como ¨Los 101 discos que hay que escuchar antes de morir" o, porque no atreverse con "Los 25 discos que hay que escuchar antes de morir". Y finalmente, por supuesto, alguien tendría que atreverse a escribir el libro más perturbardor que jamás se ha escrito sobre la música. Se llamaría: “El único disco que tienes que escuchar antes de morir”. Curiosamente Joy Division siguen sonando en mi habitación...